Reflexiones sobre el lenguaje poético y alegórico martiano. Por Patricia Pérez

          

                                                                         
           

“¡Qué novela tan linda la historia de América!”

“Las ruinas indias”, La Edad de Oro, OC/EN*, Tomo 18.



“La verdad es, —dice el norteamericano Emerson — que la verdadera novela del
mundo está en la vida del hombre, y no hay fábula ni romance que recree más la
imaginación que la historia de un hombre bravo que ha cumplido con su deber.”

“Músicos, poetas y pintores”, La Edad de Oro, OC/EN, Tomo 18.



Desde su primer viaje a México en 1875 y hasta su muerte acaecida en 1895, todos los países que van del Río Bravo o Grande hasta la Patagonia estuvieron perennemente en la pupila atenta de José Martí. Esta omnipresencia temática, profundamente afectiva y esencialmente poética, se forjó y enriqueció sobre la base del conocimiento adquirido en sus múltiples viajes y lecturas, que lo llevaron a concebir un plan de unión continental y de expulsión de la metrópoli española de Cuba y Puerto Rico. Con él se frenaría la expansión previsible de Estados Unidos en el resto de América, tierra de esperanza del mundo, donde esperaba el equilibrio y la reconciliación de todas las fuerzas del hombre, y su unidad por encima de todas las clases, sin razas. Para llevar a cabo su difícil tarea de liberar al continente y a la Humanidad, Martí entendió desde muy joven la necesidad de obrar con la Palabra, de expresar los peligros internos y externos que azotaban a las naciones americanas, y de guiarlas en su necesaria lucha por una real independencia subjetiva y objetiva. En el largo camino para lograr ese excelso propósito, por el cual cayó en combate en Dos Ríos, Martí recurrió con frecuencia a un sistema de referencias paralelas, puestas al servicio de la persuasión y de la creación de un imaginario propio y redentor.

Recorrido iniciático

Lo imaginario en el lenguaje martiano se asocia indefectiblemente a sus experiencias de viaje en Europa y América. A su capacidad de observación, como lo señala Cintio Vitier, debe José Martí « la gracia de verlo todo en la luz. Sus sensaciones y emociones se trasmutan con una facilidad maravillosa en formas lucientes ». (Lo cubano en la poesía, 2002, p. 169). Sin embargo, como precisa el mismo autor, esta inspiración no hace de Martí un subjetivo, sino que es « objetividad viviente, no abstracta; de pintor, más que de filósofo, aun cuando se trate de ideas » (ibídem). En sus apuntes, artículos y discursos, nos encontramos repetidamente con un vivero de metáforas, imágenes mitológicas, fantásticas o bíblicas, que buscan afianzar, en el contrapunto que crea con ellas, los cimientos de la identidad continental. Nunca viajó por mero placer; cuando se exilia de su patria y luego de haber conocido a España desde adentro, el cubano emprende viaje hacia el continente americano, esperanzado con su llegada a las sociedades republicanas liberales de los países centroamericanos. Durante la travesía en barco, además de recordar sus vivencias pasadas en la colonia cubana y luego en la metrópoli, el joven se desplaza en la realidad como en su imaginación, remedando el mito de la Tierra Prometida. En este comienzo de lo que podríamos llamar su empresa iniciática, como lo precisa Jean Lamore, Martí « nos da la imagen de un joven que adora al peligro, busca la tormenta, y disfruta particularmente la lucha del barco contra la potencia del mar… “Nunca sentí terror ante tan grandes luchas… adoraba aquel peligro…”. Y se siente incapaz de pintar con el lenguaje humano “la epopeya de la Naturaleza”» [1]. Una vez que llega a tierra firme, se contagia de la naturaleza americana, la admira y ama y descubre en ella lo indio, lo continental. Mediante la crónica y la prosa poética, nos permite conocer su descubrimiento de esa otra América mestiza (e indígena), distinta de la realidad insular que lo rodeó desde su infancia. Luego de su segunda deportación, vuelve a España y nuevamente a México, antes de seguir viaje en dirección de Guatemala. Desde su llegada al puerto de Progreso (México), su capacidad de observación y de expresión poética deviene en gratitud hacia el pueblo mexicano, que se funde en sus “Apuntes” de viaje en una sola entidad con su naturaleza:

“Aquí, sobre esta arena menudísima, tormento de los pies y blanca muerte de las olas, tapizada de conchas quebradizas, salpicadas de bohíos de lindo techo de trenzadas pencas, esmaltada de indígenas robustas, aquí entre estos hombres descuidados, entre estas calles informes, sobre esta arena agradecida que no sofoca con su ardor al extranjero que la pisa, aquí reposa mi alma, señora de su fatiga, contenta con la serenidad de esta grandeza, poblada y consolada en medio de esta muelle soledad”. (NA, p. 263)

Las consideraciones estéticas y reflexiones del cubano sobre la naturaleza americana y humana, y el condicionamiento de ésta por el entorno que le da abrigo y sosiego, se confrontan luego con la visión retrospectiva de los Estados Unidos, conocido en su viaje anterior de Liverpool a Nueva York (enero de 1875, en el Celtic), donde los elementos y el clima parecen recordarle la imagen moral de sus hombres:

“Y luego, tras dos años qué azulado ese océano sombrío […] qué mezquino guerrero en vez de aquel ferrado batallador! Oh, la nación norteamericana morirá pronto, morirá espantosamente como ha vivido ciegamente. Solo la moralidad de los individuos conserva el esplendor de las naciones”. (NA, p. 265)

Fuera de estas constataciones que emanan de impresiones pasadas, todo atraerá en adelante la curiosidad del viajero (así se define a sí mismo el Martí-narrador en tercera persona), quien dibuja en su tránsito hacia el sur la vida de los habitantes de Jolbós o la de Isla de Mujeres, sus especies de animales, su modo de vida, su lengua, sus historias contadas a la luz del aceite de caguama, que hablan de hazañas de indios guardianes de las ruinas de la antigua ciudad histórica de Tulum. Su pensamiento diáfano, su humor y su frescura sobresalen, como en casi ningún otro documento de Martí, en los apuntes de viaje guatemaltecos destinados a Eusebio y Fermín Valdés Domínguez. El Diario de Izabal a Zacapa, que para su autor no era más que “un libro de viaje de casa” sobre su trayecto de ocho días, un simple “librillo de comedor” cuyo ánimo era distraer a sus amigos, nos acerca al Martí joven, que “anhelaba gallardas aventuras, misteriosos encuentros, noches de oro y de abismo, sorpresas de fieras” (OC/EC, T.V, p.53). Su imaginación caballeresca, enamorada de lo heroico, con “el espíritu celoso de los caribes” y el “alma robusta” debe enfrentarse sin embargo con la realidad de su viaje. Supliendo explicaciones que no encuentra para satisfacer su curiosidad, la imaginación del viajero se entrega a elucubraciones quijotescas, en la espera de peligros o del “tigre atrevido que lo espera al pasar”, conocida figuración martiana de lo amenazante, que hallaremos años más tarde en “Nuestra América”. En el recuento hecho a sus amigos en diez capítulos, de los que sólo se conservan seis y faltan algunas páginas, Martí describe facetas del lenguaje local; constata la falta de belleza de alguna que otra mujer, la bondad excesiva o desfasada de sus habitantes, la jerga de algún gallero de Gualán, lo árido de las mesetas o la esquelética vegetación. Tal visión primera en Martí y el tono jocoso de sus ocurrencias, si bien produce por su gracia y sencillez la comicidad esperada, no es menos una forma de acercarse al otro, de interesarse por él y de intentar adentrarse en su entorno y su condición humana. En el breve lapso de su estancia en Guatemala, esta mirada sobre sus poblaciones cambió progresivamente y se fue haciendo mucho más aguda y profunda. Martí pasó de ser el observador externo de su realidad para convertirse en el intelectual que más exaltó y defendió el pasado de esa “raza olvidada y sin ventura” que “más que otra alguna reclama cuidados”, a la que considerará más tarde como los únicos habitantes legítimos del continente (“raza de América”, N.A: 418; “raza madre”). Lejos de ponderar su legado como un elemento decorativo de otra época, Martí considerará a las civilizaciones autóctonas de América como un hecho cuya existencia era inseparable de la vida presente y futura de sus pueblos. El cubano sintió, desde su estancia en México y Guatemala, la necesidad de ahondar en los orígenes históricos y míticos de la cultura de “nuestra América”, de darlos a conocer a los americanos y al mundo, lo que se convirtió en su íntima voluntad de hacer de la historia americana un “poema”[2].

Coincidimos con Cintio Vitier cuando expresa que “Con Bolívar como centro solar, a través de su conocimiento de México, el Caribe, Centroamérica y Venezuela, Martí entiende y encarna la condición irruptora, metafóricamente volcánica, de la historia hispanoamericana”[3]. Desde muy joven reconoció José Martí a la madre América como “tierra de imponderables maravillas” (“Poesía dramática americana”) donde el poeta no debe nutrirse únicamente de la inspiradora naturaleza, sino del rico caudal que le ofrece su historiografía:

“Pero yo no quiero hablar de esta fácil poesía de la naturaleza, cristal matizado que refleja los inagotables cambiantes de nuestras soberanas perspectivas; ni de la tierna poesía íntima; ni del período de imitación, que en literatura como en todo, todos los hombres y los pueblos sufren; ni de la alta poesía épica por Julio Arboleda, en Gonzalo de Oyón tan bien hallada. Hojeando cronicones, desempolvando manuscritos, reanimando cuentos, admirando héroes incógnitos, recogiendo muy tristes leyendas la poesía dramática, con todos sus contrastes, con el fragor de su combate interno, con su potencia resucitadora, con su inolvidable manera de inculcar, con sus versos ardientes, con sus héroes vivos, con sus mujeres enamoradas, con sus lecciones suaves, con su arreo brillantísimo, abraza tiernamente al dormido escritor americano, le sonríe como al gallardo monarca de Atitlán debió sonreír Ixcunsocil, y, como desdeñada amante que ama, le pregunta:

“¿Por qué, mi amante estéril, vives puerilmente de las hojas de las rosas y de las aguas de los ríos? ¿por qué perezosamente cantas los devaneos comunes de tu espíritu? Veme aquí, con mi cortejo histórico y fantástico. Ni la sierra de Puebla guarda más esmeraldas que yo glorias, ni el cielo del Pacífico más horizonte podría ofrecer que yo”.

“¡Yo traigo conmigo conquistadores legendarios, tenaces conquistados, indias de oro, indios de hierro, rencores de raza, infortunios inmensos, fuertes cuerpos quemados en los valles, tiernas almas burladas y vendidas, plumas de Cuauhtemoczín, cascos de Hernán Cortés, lágrimas de Marina, crueldades de Alvarado!”

“¡Yo traigo aquí conmigo no contados cuentos, no descritas guerras, no pintados caracteres, no revelados lánguidos amores!”

“Yo también tengo, como los moros de la Aljafería, como los jardineros de la Alhambra, mis lindas cautivas, mis rudos herejes, mis doncellas heridas de amores, mis historias de maravillas increíbles, de misteriosas fugas, de mágicos rescates. Tengo bajo el cielo vasto un mundo nuevo. Tengo en cuatro siglos dos epopeyas no trovadas, más héroes que hojas verdes la costa del Atlántico, más lágrimas que corales tiene Honduras, minas México y perlas el rumoroso río Guayabo. ¡Amante perezoso, ven a mí!”.
(“Poesía dramática americana”, El Porvenir, Guatemala, 25 de febrero de 1878, en OC/EN, T.7, p. 174)


En esta larga cita, sacada de un texto escrito a modo de programa, la América desdeñada dialoga en primera persona con el amante/escritor del continente, invitándolo a considerar sus contornos, sus potencialidades y sus riquezas, sus mitos y héroes, sus historias no contadas, seduciéndolo con la idea de acercarse a ella, de hacer de ella la materia de su escritura. Esa riqueza fue la que descubrió Martí a su paso por el continente y, como respondiendo a ese llamado irresistible, fue arrimándose cada vez más a ella para archivarla mejor para el futuro. Tal fue la misión esencial que se asignara en sus publicaciones de juventud: La Revista Guatemalteca (1877), La Revista Venezolana (1881), La América (1883-1884) y luego en La Edad de Oro (1889), donde se empeñó en dejar huella del insospechado patrimonio poético que atesoraban los mitos y leyendas americanas, sus montañas y valles, sus volcanes, sus mares y su gente, pero sobre todo de la historia del continente, vista desde él, descentrando con ello la habitual visión del mundo desde Europa hacia América. La exaltación de su gesta épica, paradigmática, interpela al lector americano. Mirarse desde adentro, hacer entender América a sus habitantes, darles conciencia de las riquezas de su identidad a través de una escritura descolonizadora, fue una tarea constante de Martí. Su lenguaje halló inspiración en la relación profunda entre libertad y naturaleza, elementos básicos de la originalidad de América, pero también en las fuentes primigenias americanas, las cuales lo impulsaron a la valoración de lo auténtico, de lo genuinamente americano, y a exaltar una esencia distinta de aquélla que le fuera impuesta por siglos, para alcanzar “la unión tácita y urgente del alma continental”. (N.A, p. 39)

Crear un imaginario propio

Poesía e historia van de la mano en su concepción de la patria cubana desde su adolescencia y de la patria americana desde su juventud hasta su muerte. Para Martí, la unidad continental pasaba indefectiblemente por su unidad espiritual, la cual podía lograrse gracias al conocimiento mutuo de las tierras de América y con la creación de obras propiamente hispanoamericanas, a partir de su “americanía”. Sin esa unidad espiritual, la unidad política de nuestra América, como lo afirma Paul Estrade, sería “artificial y consecuentemente frágil si, por milagro, se adquiriese sin que se basara sobre una visión común del universo, sobre valores, referencias culturales y mitos comunes”[4]. Con su doble actividad política y poética, Martí fue, a la vez, un libertador, un creador, un transmisor de representaciones nuevas, un pintor de imágenes a la medida de Goya o los impresionistas franceses, a los que tan bien supo recrear y ponderar.

“No más que pueblos en cierne –que ni todos los pueblos se cuajan de un mismo modo, ni bastan unos cuantos siglos para cuajar un pueblo– no más que pueblos en bulbo eran aquellos en que con maña sutil de viejos vividores se entró el conquistador valiente, y descargó su ponderosa herrajería, lo cual fue una desdicha histórica y un crimen natural. El tallo esbelto debió dejarse erguido, para que pudiera verse luego en toda su hermosura la obra entera y florecida de la Naturaleza. – ¡Robaron los conquistadores una página al Universo! Aquellos eran los pueblos que llamaban a la Vía Láctea “el camino de las almas”; para quienes el Universo estaba lleno del Grande Espíritu, en cuyo seno se encerraba toda luz, del arco iris coronado como de un penacho, rodeado, como de colosales faisanes, de los cometas orgullosos, que paseaban por entre el sol dormido y la montaña inmóvil el espíritu de las estrellas; los pueblos eran que no imaginaron como los hebreos a la mujer hecha de un hueso y al hombre hecho de lodo; ¡sino a ambos nacidos a un tiempo de la semilla de la palma!” (La América, Nueva York, abril de 1884, N.A, p. 422-423).

Martí recurrió reiteradamente a la personificación y la hipérbole para representar la cohesión del “alma continental”, y reiteradamente a la imagen materna (“gran madre América”), que se sustituyó, desde la etapa guatemalteca y por oposición, a la de la “madre España” (Patria y Libertad. Drama Indio), cuya herencia mítica desdeña el hombre americano en favor de un imaginario propio, nutrido de elementos locales (la palma) y de la contemplación, no ya de un más allá imaginado y oscuro o de recuentos inverosímiles, sino de su propio Universo circundante, lleno de astros y de luz. La imagen femenina de la “América robusta”, se asemeja a la de su lejana patria cubana, mortalmente herida por la vieja metrópoli. El deseo de hacer prevalecer la vertiente materna fue tal vez una forma de evitar, la herencia masculina de los Libertadores, que había sido recuperada y viciada a lo largo del siglo XIX por caudillos u hombres políticos, quienes se autoproclamaban “Libertador” o “Jefe Supremo de la Nación”[5]. Martí prefirió el recurso a una imagen filial, similar a la de la Pachamama o madre tierra en la cultura andina, o tal vez en recuerdo de la patria donde habían nacido sus hermanos (negros, blancos, mulatos, criollos), aquellos que habían unido sus voluntades desde 1868 y que juntarían aun sus fuerzas para cambiar el futuro frente al gigante amenazante del norte. Describiendo la libertad que anhela para las tierras americanas, la isotopía femenina vuelve a aparecer en Venezuela (al lado de lo masculino), humanizando lo abstracto: “la libertad es una loca robusta que tiene un padre, el más dulce de los padres –el amor– y una madre, la más rica de las madres –la paz” (“Un viaje a Venezuela”, N.A, p.285).

Si bien para Martí (como para Ernest Renan, de cuyas ideas se inspira), la nación era ante todo un “principio espiritual”, también es una construcción que se nutre necesariamente del pasado y tiene su existencia concreta, real, en el presente. Para poner de realce ese pasado, Martí alentó la creatividad independentista y contribuyó a la recuperación de la memoria de los héroes y padres espirituales de la gesta cubana (“José de la Luz”, “Heredia”, “Céspedes y Agramonte”, “El General Gómez”) y continental (Sucre, Bolívar, Hidalgo, San Martín; "La velada de Sucre", Patria; “Tres héroes”, La Edad de Oro). Rescató igualmente las proezas de otros luchadores que existían solamente en las sagas de la memoria oral. Para su patria natal, el cubano elogió el proyecto narrativo de su compatriota Manuel de la Cruz, quien había redactado cuentos a partir de las historias contadas por los combatientes de la Guerra de los Diez Años (Episodios de la Revolución cubana; 1889) y un tiempo después, recuperó los versos y canciones que se recitaban o cantaban en los campamentos mambises, haciéndolos públicos en Los poetas de la guerra (1893). Igualmente, escribió sobre cubanos humildes en la emigración (“El alma cubana”). En esa época del exilio en los Estados Unidos, resalta la presencia de lo cubano en sus poesías (“Dos patrias”, “Domingo triste”, “Flor cubanísima”, “A María Luisa Ponce de León”) a lo cual podemos agregar la exaltación de los negros y su imagen épica en el “Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos”. Así, como lo precisa Ana Cairo Ballester, “el superobjetivo de recuperar la memoria dispersa, fragmentada en recuerdos personales, y de construir los discursos míticos colectivos, como mandato de la nación todavía imaginaria, se fundamentaba en el principio de la polifonía solidaria”[6]. Esos metarrelatos, y las precisiones sobre las figuras de los héroes conocidos o anónimos, contribuían a aumentar la autoestima colectiva y el sentimiento patriótico.

Prevenir, alertar

De la misma manera, la patria americana es motivo de especial atención desde sus primeras colaboraciones periodísticas y objeto de constante reflexión, frente a las circunstancias cada vez más contingentes para la real independencia del continente. La mezcla de detalles de carácter referencial con elementos procedentes de la literatura fantástica, introduce en el plano de la realidad continental denotada por Martí, un modo de percepción que la mitologiza o hiperboliza, para que no perdamos de vista la dimensión de lo real. Si en muchos de sus textos el colonialismo español estuvo representado por un león (animal que como el tigre, no existe en América), desde 1877 utilizaba en México la metáfora del “gusano [que] le come a la madre las entrañas”. Diez años más tarde, señalando el peligro de la pujanza estadounidense en América, interroga: “¿Dónde se vio león con dos cabezas, mirando con la una, todo azorado, al norte, y la otra en la cola, abierta para tragarse al sur?” (La Nación, 1885, N.A, p.18). Para señalar la amenaza que representa la nación del norte y la agresividad de su política exterior, como lo recuerda Paul Estrade, Martí “toma prestado al bestiario real o imaginario de la literatura sus monstruos insaciables, sus animales hambrientos, sus aves rapaces: el ogro que devora a la tórtola (1882); el dragón (1889); el rocín voraz (1889); el gavilán (1890); el cóndor (1890); el tigre (1891); el águila (1888, 1889, 1891)”[7]. La imagen dulce de la “madre América”, la de “tierras más jóvenes”, la “tórtola”, “el cordero”, el “alma continental” se opone así al “gigante de siete leguas”, monstruo en cuyo interior pululan otros “gigantes implacables” (los monopolios) a la puerta de todos los pobres. Su fuerza descomunal es también recordada por la figura bíblica del gigante Goliat, expresión de lo cruel y lo bruto, al cual Martí espera vencer utilizando su inteligencia (su fronda) como el menudo y astuto David.

Romper con la doxa

Pero Martí no fue un soñador estéril ni contemplativo: para él la vida, como le dice a Joaquín Macal, “debe ser diaria, movible, útil; y el primer deber de un hombre […], es ser un hombre de su tiempo” (“Los códigos nuevos”; N.A; p.7). Fue poeta, pero “poeta en actos” y desdeñó “el llanto inútil porque la obra ha de honrarlos [a los héroes] más que el llanto” (OC/EN, tomo 7 p. 284. Ver discurso en Caracas, 21 de marzo de 1881). Si supo arremeter con su palabra poética contra los poderes hegemónicos en América, también combatió con ella las representaciones locales o estereotipos, que habían asimilado durablemente a los pueblos originarios americanos con la idea de barbarie, consolidando la veneración por los modelos extranjeros y la subestimación histórica. A los letrados “poco ilustres” del continente y sus falsas e infundadas teorías, Martí los redujo al rango de puros frutos “exóticos”, artificiales en su propia tierra americana (comparada con una gran aldea), oponiéndoles la riqueza, la inteligencia y la fuerza del “hombre natural”. Este último se ve asociado a la idea del Bien, en su lucha histórica contra el Mal (“insectos dañinos”), antagonismo universal que conviene a la expresión martiana, siendo la antítesis su mejor recurso didáctico y argumentativo para convencer al lector. 

Con igual propósito emplea Martí la oposición binaria de lo natural y lo artificial. El hombre de América u hombre natural se vincula a la virilidad masculina y se contrapone al “brazo de uñas pintadas y pulsera”, cuyos intereses se sitúan fuera de las fronteras de la América construida por y con el discurso martiano, ubicándose en «Madrid», «París» o «América del Norte». Estos deícticos marcan el distanciamiento a la vez espacial e ideológico de dichos criollos de las consideraciones éticas de Martí. El cubano recurre además a imágenes de la naturaleza que renace (“pueblos en bulbo”), propiciadora de la virtud, para mostrar su deseo de barrer con los rezagos del pasado y hacer retoñar, con su palabra, un nuevo horizonte. En muchos de sus textos “el árbol” es utilizado como metáfora de “nuestra América” (“Los pinos nuevos”) donde debe “injertarse” el mundo (lo universal en las entrañas de lo local), pero con un “tronco” común, que es el alma misma de las naciones que la componen. Ese tronco aun por construir, cuya solidez se encuentra en la tierra que lo sustenta (como la “plata en las raíces de los Andes”, evocadora de la indispensable unidad de los pueblos), se opone a las hojas (“Ya no podemos ser el pueblo de hojas”…, “N.A”), símbolo de liviandad o de ligereza de espíritu, similar a la de quienes van por el mundo rechazando sus raíces o semejante a la de los que se solazan copiando patrones foráneos, en lugar de crear y fomentar formas nuevas y apremiantes de gobierno, adecuadas a la realidad de sus países.

Autenticidad y validez del mito

La trascendencia del caudal mítico americano le ofrece también al cubano una estrategia atractiva, cautivante, para acaparar la atención del lector (o del auditor) del que tanto espera en el futuro, recreando con su palabra el imaginario propio del continente. Así, la segunda independencia que se prepara en “nuestra América”, la cual Martí considera próxima e ineluctable, es comparada con optimismo a la fuerza telúrica o sobrenatural del Semí (o Cemí) figura mayor de la mitología taína (Yucahuguamá). Cintio Vitier afirma que esta imagen, introducida en la apoteosis final del ensayo “Nuestra América”, procede seguramente de la figuración mítica del padre Amalivaca [8] (propia de la cosmovisión de los indios tamanacos), aquel que, montado en el lomo del cóndor, regó por la tierra las semillas de la palma moriche (véase el final de la cita anterior, p. 6) para que salieran de ella, después del diluvio, los hombres nuevos. Tal alusión a la resurrección de América y el efecto cinético que espera producir con ella, lo encuentra Martí en el caudal de leyendas que atesora en su seno “nuestra América fabulosa” (N.A, 313). Su exaltación poética es una sutil manera de alejarse del simbolismo occidental heredado, cuya universalidad es relativizada por la validez y vigencia de los mitos americanos.

Sabemos sin embargo que el estilo martiano y su repertorio cultural no se limitaban ni cronológica ni geográficamente. Para su patria americana, como para todos los hombres del mundo (“Con los hombres de la tierra/quiero yo mi suerte echar”; Versos Sencillos) creó, con su verbo cargado de imágenes, una nueva ética y estableció con ella una relación distinta entre el hombre y sus propias realidades culturales y sociales. Invirtió prejuicios, cuestionó representaciones y cambió esquemas inveterados (Civilización vs Barbarie; la América de los Americanos [del Norte]) que históricamente habían servido para perpetuar el colonialismo y neocolonialismo en América o en cualquier parte del mundo. Asimismo, abrió el camino para una nueva percepción de “nuestra América” desde afuera, y del ser humano en general, al ser el primero en definir su identidad universal, derribando el vano mito de la existencia de las razas (analizado científicamente por Fernando Ortiz en 1946 en El engaño de las razas y desechado definitivamente con el descubrimiento reciente del genoma humano) y considerando al mundo como la gran patria de todos (“Patria es Humanidad”).

Imaginario y utopía

Una segunda perspectiva al analizar el imaginario en Martí es la de su relación con la utopía para comprender cómo se va de la utopía bolivariana al proyecto de “nuestra América”. Utopía significa “plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación” (RAE). Es una suerte de “no-lugar”, de “no-espacio”, y por derivación, empresa o idea quimérica, imposible de realizar. Simón Bolívar ansiaba unir bajo un gobierno central y distante a los países de “nuestra América”, idea errónea con la que entró en desacuerdo, a pesar de su reconocida grandeza de libertador, con “la misma revolución americana, nacida, con múltiples cabezas, del ansia de gobierno local y con la gente de la casa propia” (“Discurso en honor de Simón Bolívar, 28 de octubre de 1893”; N.A, 234-242). Al contrario de su predecesor, del cual es continuador, actualizador y renovador por sus ideas y su acción histórica, José Martí construyó un proyecto geopolítico y buscó los medios (discursos a los delegados de las conferencias panamericanistas, activismo político, periodismo incansable sobre las realidades locales, organización de la guerra revolucionaria...) para una unión de espíritu y no “una unión en formas retóricas y artificiales”.

Martí extrae “nuestra América” de la utopía concebida antes por Bolívar y le da un estatuto de proyecto que lo conduce a luchar concretamente por su realización en suelo cubano y americano. Se puede ver desde la etapa guatemalteca (“Los códigos nuevos”; “Carta a Valero Pujol”) y de manera más explícita en su primer contacto con la tierra de Bolívar (“Un viaje a Venezuela”) su preocupación por la vida continental y todo lo que considera posible hacer en ella. Subraya la “inconformidad entre la educación de la clase dirigente y las necesidades reales y urgentes del pueblo que ha de ser dirigido” (N.A, p. 290), el servilismo, el culto a los modelos foráneos, la necesidad del trabajo en los campos, la urgencia y el deber de actuar, programa cuya expresión teórica más acabada fue el ensayo “Nuestra América” (véase en la serie de expresiones de obligación con “hay que…” que se repite en el texto). El influjo de lo hispanoamericano sobresale en la etapa venezolana, con predominio de lo imaginativo (“heroicidad pasada, beldad presente y gloria posible”), sobre todo en su Discurso del Club de Comercio de Caracas (1881), donde cree ver surgir del polvo amarillo a los “vengadores jinetes de Araure” y donde la realidad física desaparece para ceder lugar a las sombras heroicas en pasajes que recuerdan, como puntualiza Fina García Marruz, “aquellos en que Cervantes nos cuenta como creía ver su hidalgo descomunales ejércitos levantarse del polvo de la meseta” (Temas martianos, La Habana, CEM, 2011, p.259). El estilo (que desaparecerá años después) y la ensoñación heroica, se los proporciona la patria de Bolívar, en la cual parece alzarse al galope la América toda.

Pero de Bolívar, además de su inmensa veneración como Padre de América, Martí reconoció las limitaciones. De él dijo: “murió de la lucha, por entonces inútil, entre su idea continental con las ideas locales y de la fatiga de conciencia de haber traído al mundo histórico una familia de pueblos…”. “Y se cubrió el grande hombre el rostro, y murió frente al mar” (OC/EN, tomo 7, p. 294; Caracas, 1881). Su deseo de constituir uniones nacionales para agrupar a pueblos de culturas comunes y vecinas no pudo lograrse; las guerras entre naciones (las de la Gran Colombia, del Paraguay, 1863-1879; la Guerra del Pacífico, 1870-1883) posteriores a su muerte, exacerbaron trágicamente esas divisiones.

Construir un mundo nuevo

La unión que proclama Martí iguala a la concepción bolivariana en su deseo de crear una coalición continental de la “América meridional” (objetivo que presidió el Congreso de Panamá) y de fundar una “patria” para los americanos. También en su propósito de obtener una independencia muy por encima de las cuestiones raciales, fundando un orden internacional propiamente americano, y como alianza defensiva contra las amenazas exteriores. Su idea de América y de una “consciencia americana”, que toma en cuenta la heterogeneidad de sus países, cuya historia es el producto de un pasado común frente al poder español, también excluye de sus límites a los Estados Unidos de América. En todo lo anterior Martí fue el heredero directo de Simón Bolívar. Sin embargo, reconoció que una unión no se crea por decreto, sino que para lograrla los países debían antes conocerse. He ahí la condición primera para la unión, y el ideal que Martí repitió incesantemente desde su estancia en Guatemala (“el alma americana”) y por el cual obró hasta el final de su vida, como principal arma para lograr la emancipación. Esta concepción “espiritual” o imaginaria primera, no se lograría sin el consentimiento masivo y la participación activa de los pueblos. Martí reitera la necesidad y la urgencia de esa unión, sobre todo en su ensayo “Nuestra América”, y expresa con nitidez su plan ˗ más anticolonialista y antimperialista que nacionalista o regionalista ˗ en su última carta a Manuel Mercado: “mi deber… de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América…”. Tal fue el proyecto final de una lucha que, con él, dejó de ser utopía.

José Martí extendió su credo más allá de las fronteras americanas, afirmando en el umbral del siglo XX su anhelo de igualdad y justicia para todos los pueblos. Trascendiendo los marcos de su espacio natal y continental, condenó, entre 1881 y 1889, las ambiciones injerencistas y expansionistas de Alemania en las Antillas, las conquistas de Francia en Túnez y en Indochina y a las de Gran Bretaña en Egipto, la India o Irlanda (Estrade, 2000, op.cit; p.647). Si bien aspiraba a la metamorfosis social de América y a la transformación de sus estructuras políticas y económicas, desde el proyecto que espera concretizar para Cuba y las islas del Caribe vislumbra la proyección universal de una guerra, edificadora de otra utopía: la de lograr el “equilibrio del mundo”, salvando también con ello la “dignidad de la república norteamericana”.

“No son meramente dos islas floridas, de elementos aún disociados, lo que vamos a sacar a luz […]. En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, –mero fortín de la Roma americana;–y si libres, –y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora–serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada, y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio–por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles, –hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo […].Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son sólo dos islas las que vamos a libertar.[…]. Un error en Cuba, es un error en América, es un error en la humanidad moderna. Quien se levanta hoy con Cuba, se levanta para todos los tiempos”.[9]

En el "Manifiesto de Montecristi", José Martí insistirá: “la guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar… el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno… al equilibrio aún vacilante del mundo.” Con igual fecha, el 25 de marzo de 1895, escribirá a su amigo dominicano Federico Henríquez Carvajal: “Las Antillas libres salvarán el equilibrio de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo.” Su labor de hacedor de un mundo nuevo, en el contrapunteo constante de lo objetivo y lo visionario, fue “tarea de grandes”[10].





Imagen de portada del pintor cubano José Luis Fariñas.


* Siglas bibliográficas:  

OC/EN- Obras Completas, Edición NacionalLa Habana,1975 (Editorial Ciencias Sociales), 26 tomos y 12500 páginas.
 
OC/EC- Obras Completas, Edición Crítica, 28 volúmenes, La Habana, CEM.  
 
N.A Nuestra América, correspondientes a la Tercera edición de la Biblioteca Ayacucho, Colección Clásicos (1977, 1985), 2005.
https://biblioteca-repositorio.clacso.edu.ar/bitstream/CLACSO/15321/1/Nuestra_America_Jose_Marti.pdf

[1] « Intuición y premisas de "Nuestra América" en unos apuntes de viaje de Martí », Actes du Colloque Cuba 16-17 janvier 2014, Paris-Sorbonne, Lyon 2 – GRIAHAL, De la Cuba esclavagiste à Notre Amérique, collection Textures LCE-Université de Lyon 2, noviembre de 2015. 


[2] « No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la historia americana », “Las ruinas indias”, La Edad de Oro, 1888, OC/EN, Tomo 18.


[3] Revista Bohemia, Edición especial sobre José Martí, La Habana, noviembre de 1994, p. 38-43.


[4] Estrade, P., José Martí, Los fundamentos de la democracia en Latinoamérica, Madrid, Doce Calles, 2000, p. 659.


[5] Tomado de "José Martí en su siglo; crear es vencer: americanidad y escritura", Conferencia de S. Monet-Descombey Hernández, Universidad de Perpiñán, UPVD, 6 de febrero de 2015.


[6] José Martí y la novela de la cultura cubana, Universidad de Santiago de Compostela, Biblioteca Alejo Carpentier, 2003, p. 83.


[7] Estrade, P., op. cit, p. 638.


[8] Nuestra América, Edición crítica, Investigación, presentación y notas de Cintio Vitier, Universidad de Guadalajara, CEM, 2002, Edición disponible en el sitio internet del Centro Universitario de Ciencias Sociales y humanidades de la Universidad de Guadalajara, México, http://www.cucsh.udg.mx/cmarti/sites/default/files/nuestraa.pdf


[9] José Martí, “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, Patria, Nueva York, 17 de abril de 1894, OC/EN, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, T. 3, p. 142-143.

[10] Ibid.




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