El aspecto de La Habana, cuando se entra en su puerto -escribía Alejandro de Humboldt en los primerísimos años del siglo pasado- es uno de los más rientes y de los más pintorescos que puedan gozarse en el litoral de la América equinoccial, al norte del ecuador. Este lugar, celebrado por los viajeros de todas las naciones, no tiene el lujo de vegetación que adorna las orillas del río Guayaquil, ni la salvaje majestad de las costas rocosas de Río de Janeiro, puertos del hemisferio austral, pero la gracia que, en nuestros climas, embellece los paisajes de naturaleza culta, se mezcla aquí a la majestad de las formas vegetales, al rigor orgánico que caracteriza la zona tórrida. Solicitado por tan suaves impresiones, el europeo se olvida del peligro que le amenaza en el seno de las ciudades populosas de las Antillas; trata de entender los elementos diversos de un vasto paisaje, contemplar esas fortalezas que coronan las rocas al este del puerto, ese lago interior, rodeado de poblados y de haciendas, esas palmeras que se elevan a una prodigiosa altura; esta ciudad, medio oculta por una selva de mástiles y los velámenes de las naves... “ Pero, añade el amigo de Goethe, dos páginas más adelante, al referirse a la Calle de los Mercaderes: “Aquí, como en nuestras más antiguas ciudades de Europa, sólo con suma lentitud se logra enmendar el mal trazado de las calle.” Urbanismo, urbanistas, ciencia de la urbanización. Todavía recordamos las conjugaciones que de la palabra urbanismo se daban, con espesos caracteres entintados, en los ya clásicos artículos que publicaba Le Corbusier hace más de cuarenta años, en las páginas de L’ Esprit Nouveau. Tanto se viene hablando de urbanismo, desde entonces, que hemos acabado por creer que jamás ha existido, antes, una visión urbanística, o al menos, un instinto del urbanismo. Humboldt se quejaba, en su tiempo, del mal trazado de las calles habaneras. Pero llega uno a preguntarse, hoy, si no se ocultaba una gran sabiduría en ese mal trazado que aún parece dictado por la necesidad primordial -tropical-, de jugar al escondite con el sol, burlándole superficies, arracándole sombras, huyendo de sus tórridos anuncios de crepúsculos, con una ingeniosa multiplicación de aquellas esquinas de fraile que tanto se siguen cotizando, aún ahora, en la vieja ciudad de lo que fuera intramuros