Por Katiuska Blanco Castiñeira. - El viajero había llegado a La Habana en época de lluvias torrenciales, con los calores fatigosos, cuando las fiebres y las visiones eran más frecuentes. Se había enrolado en una de tantas tripulaciones de maleantes y aventureros, que zarpaban en los navíos desde puerto europeo, sin rumbo fijo, y terminaban por anclar en una bahía al otro lado del mundo. Apasionado de las geografías y los mapas, seguía con la imaginación las probables rutas de los barcos de entonces y adelantaba profecías de sus destinos, de acuerdo con la arboladura de las naves, la temporada del año en que se hacían a la mar y el
curso de sus travesías por el planeta. Conocía al dedillo las historias de los navegantes más célebres y de los astrónomos más acuciosos en su observación del cielo; pero siempre había sentido curiosidad por la vida de los marinos simples, aquellos cuyos nombres no figurarían en las bitácoras ni en las leyendas. Le fascinaban los instrumentos, en especial la brújula y los astrolabios, algo como de magia existía en ellos ¿serían el tiempo, el aire, los rumbos, el destino? Hasta arribar al puerto de Las Antillas, entre sus planes no estaba la idea de permanecer varado en el Trópico. Sin embargo, al influjo de una atracción que aún no conseguía explicarse, no se aprestaba a continuar viaje hacia Centroamérica o a las regiones patagónicas del continente.Durante varias semanas recorrió las calles estrechas, sin perderse en los vicios a la vuelta de cada esquina en medio del sopor intenso de las tardes. En cierto modo, el francés, era en un enigma para las comadres de la hostería donde se había establecido al llegar, pues no era frecuente que un hombre joven resistiera imperturbable las tentaciones, ofrecidas en abundancia y con desenfado. Una epidemia asolaba a la ciudad en ese sentido. Las beatas se persignaban continuamente, acunaban en sus manos los crucifijos y miraban atemorizadas a lo alto, como pidiendo perdón por los pecadores, nunca por sus víctimas, que llevaban la sordidez de su vida silenciosamente, ahogando el desastre de sus días sin quejarse de su mala fortuna. La perdición moral involucraba especialmente a los pasajeros y tripulantes de los barcos y se extendía a los habitantes del lugar con una intensidad febril. Las comadres, en sus murmuraciones, arrastraban las rrrrr de su nombre Pierrrrrr…re, Pierre, Pierre…. como repique de campanas en los susurrantes conciliábulos de las vecinas y era imposible, al pasar, no escucharles cuando lo mencionaban. Sabía que lo observaban como si fuera un bicho raro, atentas a sus idas y venidas, a sus costumbres, y a las pocas palabras que pronunciaba en español.
A pesar de su propensión a estar de paso, algo le retenía en la Isla. Aún no dilucidaba razones; tal vez lo ataba el paisaje exuberante, la desmesura del verde más allá del bosque de mástiles en la entrada de mar, o quizá las lluvias como golpes del cielo, repentinas y abundantes, o el frescor de las amanecidas, o la mirada de la joven, hija del anciano a quien iba a visitar en ese instante preciso y agobiante en el calor polvoriento del mediodía, envuelto en el tufo del bacalao, el tasajo, el orín en el musgo de las paredes y el encierro del aire entre las murallas. La muchacha era apenas una presencia insinuada en el recibidor de la casa. Casi siempre permanecía en las habitaciones interiores, mientras bordaba pañuelos de seda, arreglaba los arcones de la casa o leía su misal, pues el padre tenía el cuidado de mantenerla a buen resguardo de las muchas visitas que tocaban a su puerta. Solo si él lo estimaba, la joven concurría a la estrecha y acogedora oficina o la estancia junto al umbral. Ella respetaba la norma establecida con la conformidad inculcada a las niñas desde la infancia. Tenía dieciocho años. No era una hermosura deslumbrante, pero andaba envuelta en un aire como de ausencia infinita y de recogimiento absoluto que la hacían parecer una fortaleza inexpugnable o un verdadero desafío a quienes pretendieran cortejar su alma, alma callada. Tras visitar muchas veces la casa, al forastero se le comenzó a tener una mayor confianza y a tratársele como alguien de la pequeña familia, ante quien, los miembros de aquel hogar austero y fino, podrían conducirse con naturalidad. El padre y la hija llevaban su cotidianidad de una manera infrecuente. El viejo seguía al pie de la letra, las recomendaciones de la muchacha y prestaba atención a todo cuanto ella razonaba de los asuntos que estremecían la localidad, la economía del hogar, o la personalidad de quienes los rodeaban. Eleanor era como una sabia consejera, algo impensable fuera de las paredes de aquella casa. Más allá de la entrada, hacia el exterior, a las jóvenes no se les consultaban pareceres, se las mantenía al margen, ocupadas de los quehaceres domésticos, pendientes de las lencerías, las oraciones, y las plantas del patio interior. Casi ninguna era letrada y se afirmaba rotundamente que les faltaban luces para discernir bien la vida.
Pero ese no era el caso de Eleanor, a quien deslumbró desde pequeña, la caligrafía esmerada que su padre dibujaba perennemente sobre el papel. De tanto mirar las letras, éstas se le quedaron grabadas en la memoria, como si hubiesen sido impresas con tinta. Ella mariposeaba por toda la casa en las mañanitas, pero luego se retiraba a la quietud del jardincito interior o a su aposento para leer los volúmenes a su alcance. Otro lugar preferido por la muchacha era la cocina, allí entre las pailas de cobre, las cazuelas de barro, los enseres de madera y el fuego díscolo a cada vientecillo que arrastraba hojas de álamos cercanos, se deleitaba con el olor a manzanilla del cocimiento servido en tazones de porcelana, mientras iba de una página en otra, como si hiciese un viaje largo hacia regiones distantes donde mitigaba su pena por la tragedia de los negros y mestizos que vivían, no muy lejos, en zaguanes oscuros y húmedos. El padre no tardó mucho en reparar en esas ausencias súbitas de su hija. Cuando descubrió en qué empleaba las horas, lejos de molestarse, sintió una gran satisfacción: ¡ella se le parecía tanto! y era muy inteligente; bien merecía, aunque en silencio y discretamente, la felicidad de saber. Él se extasiaba mirando en silencio cómo el pelo le estorbaba en la frente, y cómo la expresión de su rostro cambiaba con los pasajes de la lectura, así fueren divertidos, tristes, tormentosos, ingeniosos o enigmáticos.
Después la muchacha comenzó también a ayudarle en las labores del escritorio. Firmaron con la mirada un acuerdo secreto entre ambos. Pasaron los años y llegó un momento en que él apenas podía sostener entre los dedos la pluma, pero continuaba aceptando los trabajos que profusamente le eran encargados. Nunca rechazó uno solo. Desde que su esposa muriera en el delirio de las fiebres puerperales, el escribano se juró dedicar sus esfuerzos a la hijita que le había nacido de la tristeza. Ahora era ella quien lo apoyaba. A ratos, el viejo detenía la escritura y se quedaba largo rato con la cabeza descansada sobre los dedos de su mano derecha, y entonces, sus pensamientos se perdían en el pasado remoto.
Acogía con delicadeza y calidez a todos sus clientes y gracias a “la niña de sus ojos” nunca tuvo que rechazar ninguna encomienda. Se valía de mil razones para no entregar las labores en el momento, sino en unas horas o al día siguiente. De esa manera daba tiempo a que Eleanor realizara por él las escrituras. Primero le confiaba las más difíciles, y cuando ya le era imposible hacer un trazo seguro y esbelto, dejó que ella le supliera por entero en el oficio. Su reputación crecía, no sólo por la seriedad y la pulcritud en los contenidos de los documentos, también por la belleza y estilo impecables de lo escrito. Nadie podría imaginar que la escribanía ya no estaba a su cargo, sino al de su hija Eleanor.
Desde la plaza trazada con sus cuatro lados, en que se prohibió terminantemente a los vecinos construir para preservar el espacio abierto a todos, Pierre enrumbó sus pasos aquella mañana por la que se decía era la más importante de las cuatro calles de la ciudad, la vereda donde se habían establecido los escribanos y funcionarios.
A uno y otro lado del camino se alzaban los edificios públicos y las casas modestas y sencillas, construcciones que fueron sustituyendo a las primeras de rafas, tapias y tejas, para alzarse desde gruesos muros de mampostería y sillería, y terminar en alfarjes de cedro o maderas duras de los bosques del país: ácana, júcaro y jiquí. En los interiores al alzar la mirada, podía apreciarse el hornezuelo, un falso techo horizontal por lo general tallado con alegorías o florestas. El umbral con portadas decoradas con pilastras, simples entablamientos y escudos nobiliarios. Afuera, la sombra bajo los aleros de tejas españolas y los balcones moriscos, también de maderas recias; el estilo sobrio contrastaba con el ambiente de liviandad y licencias predominantes. Eso meditaba el joven mientras avanzaba hacia la escribanía del anciano. La primera vez que estuvo allí, traspuso la arcada, penetró en el recinto y de inmediato solicitó, con su letanía casi ininteligible, una carta de amor. El viejo lo miró con asombro, porque pensó que ya él no estaba para esos sobresaltos y emociones, y sentía que no le era posible acceder a la petición; ya no podría hilvanar palabras con la segura vehemencia del hombre que tenía delante, se decía para sus adentros, al tiempo que auguraba que la tarea sería difícil para su hija. Sin embargo, el viajero insistió una y otra vez, le aseguró que había estudiado el caso y no tenía otra opción. No lo confesó, pero su persistencia se debía a que desde la misa del domingo anterior, había seguido con la vista a una joven que se perdió tras la fachada de aquella casa, en la calle de los Oficios.
Una gran amistad comenzó aquella mañana, y cuando ya había pasado largo tiempo, el joven llegó un día con todas las cartas anudadas con una cinta azul y se las entregó a Eleanor, porque a ella dedicaba su fervor perenne, la decisión de establecerse en la Isla y no regresar al distante y desconocido por esos lados, Perpignan de sus orígenes.
Desde el primer momento el joven francés reparó en Eleanor, pero nunca imaginó lo que ocurría, lo intuyó al ver la expresión de la joven el día de su regalo. Entonces vio cómo le temblaban las manos al viejo escribano: no era posible que hubiese escrito aquel manojo de cartas. El sentimiento que traslucían pertenecía a Eleanor. Ella, al verle, sonrió, era cierto lo que el francés presentía: él las inspiraba. El amor palpitaba en las palabras.
Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.
Publicado en Cubaperiodistas
---------------------------------------------------------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario