La hipocresía en la ONU: Reconocen a Palestina mientras reprimen a su pueblo que clama contra el genocidio

  


23 de septiembre de 2025

La sala de la Asamblea General de la ONU en Nueva York fue este lunes el escenario de una histórica conferencia para el reconocimiento del Estado Palestino. Más de un centenar de líderes mundiales, encabezados por Emmanuel Macron y Pedro Sánchez, se sucedieron en el podio para proclamar un mensaje de paz y condenar la "barbarie" en Gaza. Sin embargo, esta fachada de concordia no puede ocultar el cinismo de unas potencias que, tras apoyar o permitir el genocidio, intentan lavar su imagen ante la presión imparable de sus propias ciudadanías.

El reconocimiento tardío: Un acto hipócrita e inmoral.

Francia, Reino Unido, Bélgica, Canadá, Australia y una decena de países más anunciaron en la ONU el reconocimiento del Estado Palestino. Pedro Sánchez lo calificó como un "acto de rebeldía moral ante la indiferencia". Emmanuel Macron declaró que "ha llegado el momento

de la paz". Pero estas palabras suenan huecas cuando se contrastan con la realidad. Durante meses, estos mismos gobiernos –especialmente los occidentales– han proporcionado un apoyo militar, político y diplomático crucial a Israel, a pesar de la evidencia de un genocidio que ha segado la vida de más de 65.000 palestinos, según las cifras del Ministerio de Sanidad de Gaza.

La crítica del comisionado de la UNRWA, Philippe Lazzarini, da en el blanco: "El reconocimiento del Estado palestino no significa nada si no hay un alto el fuego en Gaza". Es precisamente la ausencia de una acción concreta para detener la masacre lo que delata la hipocresía. Estados Unidos, el gran valedor de Israel, ni siquiera se molesta en disimular: su portavoz, Karoline Leavitt, tachó el reconocimiento de "recompensa para Hamás", mientras el presidente Trump preparaba una propuesta de paz que, según Axios, excluye deliberadamente a los palestinos y busca involucrar a tropas árabes en la gestión de una Gaza posbélica bajo control indirecto israelí.

La complicidad árabe y la represión interna

La hipocresía no es exclusiva de Occidente. La reunión convocada por Trump incluyó a emisarios de Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Egipto y Jordania. Estos regímenes, cómplices por acción u omisión, ahora son llamados a poner tropas en el terreno y financiar la reconstrucción de lo que sus aliados han destruido. Mientras sus pueblos simpatizan mayoritariamente con la causa palestina, estos gobiernos priorizan sus alianzas geoestratégicas con Washington y su propia estabilidad, intentando borrar su responsabilidad en el desastre humanitario.

Pero el cinismo alcanza su punto más álgido cuando observamos la reacción de estos mismos gobiernos ante la legítima indignación de sus ciudadanos. El caso más emblemático es Italia. Mientras el gobierno de Giorgia Meloni se niega a reconocer a Palestina y mantiene relaciones con Israel, el pueblo italiano salió a la calle de forma masiva. En más de 70 ciudades, una huelga general "paralizó puertos, transportes y colegios". Las imágenes de Milán son elocuentes: manifestantes irrumpiendo en la estación central para ser repelidos violentamente por los antidisturbios con gases lacrimógenos y porras. Escenas similares se vivieron en Bolonia, Roma, Turín y Nápoles, donde la policía cargó contra quienes protestaban "contra el genocidio".

 La historia juzgará, pero los pueblos no callan

Sánchez afirmó en la ONU: "Nadie podrá decir que no lo sabía, que no lo veía. La historia nos juzgará". Tiene razón. La historia juzgará a los líderes que, reunidos en lujosas salas en Nueva York, pronuncian discursos grandilocuentes mientras sus políticas facilitan la limpieza étnica y sus fuerzas de seguridad reprimen a quienes, en las calles de Milán, París o Londres, exigen con mayor coherencia moral el fin de la barbarie.

La oleada de reconocimientos no es un triunfo de la diplomacia, sino una concesión forzada por la presión popular imparable. Es el intento de unos líderes desacreditados de recuperar una legitimidad moral que han perdido. Mientras Israel continúa sus bombardeos, demuele hospitales y amenaza a flotillas humanitarias con la impunidad que le otorgan sus poderosos aliados, las declaraciones en la ONU suenan a lo que son: un ejercicio de hipocresía para lavar las manos manchadas de complicidad. La verdadera rebelía moral no está en los discursos de Nueva York, sino en las calles tomadas por una ciudadanía global que se niega a ser cómplice del olvido.

La hipocresía en la tribuna: El doble discurso occidental sobre Palestina

En el escenario pulido y solemne de las Naciones Unidas, los líderes occidentales se suceden en el podio pronunciando discursos cargados de solemnidad. Hablan de paz, de derechos humanos y de la urgente necesidad de frenar lo que califican como un genocidio. Sin embargo, detrás de la retórica pulcra y las condenas cuidadosamente redactadas, se esconde una realidad incómoda y crudamente hipócrita: un intento descarado de controlar políticamente al pueblo palestino, negando su voluntad soberana mientras se viste de altruismo.

La máscara de este teatro diplomático se resquebraja cuando observamos las exigencias concretas. Occidente no aboga por una liberación genuina, sino por una sumisión ordenada. Su solución modelo pasa invariablemente por fortalecer a la Autoridad Nacional Palestina (ANP), una entidad cuya legitimidad entre su propio pueblo se ha erosionado tras años de estancamiento, cooperación en seguridad con la ocupación y una gestión percibida como corrupta y desconectada de las necesidades reales de los palestinos. Apoyar a la ANP no es, en este contexto, un gesto de apoyo a la autodeterminación; es la promoción de un gobierno títere, diseñado para administrar la ocupación en lugar de terminarla, garantizando así un control indirecto pero efectivo.

La prueba más evidente de esta duplicidad es la demanda, repetida como un mantra, de que Hamas entregue las armas. Esta exigencia, presentada como un prerrequisito para la paz, ignora deliberadamente la realidad política sobre el terreno. Para los ojos occidentales, Hamas es simplemente una organización terrorista. Pero para una parte significativa del pueblo palestino, especialmente en Gaza, Hamas representa la única fuerza que ha mostrado una resistencia armada efectiva frente a una ocupación asfixiante y un bloqueo inhumano. Más allá de su ideología, que sin duda es controvertida, Hamas emergió como una alternativa a la ANP y, en elecciones pasadas pero aún resonantes, demostró tener un apoyo popular considerable.

Al exigir el desarme de Hamas, los líderes occidentales no están pidiendo un gesto de paz; están exigiendo la capitulación de la única facción que, en la percepción de muchos palestinos, defiende activamente su derecho a la soberanía. Es una petición para que el pueblo palestino renuncie por completo a su capacidad de defensa, entregando su destino a las manos de una ANP debilitada y a la buena fe de una comunidad internacional que ha fallado en protegerlos de forma consistente. Es la lógica del vencedor: "Depongan las armas que nos desafían, y acepten las que nosotros autorizamos para su control".

Esta narrativa ignora por completo las causas profundas del conflicto: la ocupación militar, la expansión de asentamientos ilegales, la fragmentación del territorio palestino y la sistemática negación de derechos básicos. Centrar el debate en el desarme de una facción sin abordar el contexto de opresión que la fortalece es como pretender curar una enfermedad tratando solo uno de sus síntomas más visibles.

La verdadera tragedia se desarrolla no solo en los campos de batalla de Gaza, sino también en los salones alfombrados de Nueva York y Ginebra. Mientras los discursos condenan la violencia de una parte, legitiman y arman la de la otra, perpetuando un desequilibrio de poder brutal. Hablan de un futuro estado palestino, pero sus acciones buscan moldear uno que sea dócil, desmembrado y eternamente dependiente.

La retórica sobre la prevención de un genocidio pierde toda credibilidad cuando va acompañada de una agenda de dominación política. El pueblo palestino no necesita tutores que decidan por ellos quién los representa o cómo deben defender su dignidad. Hasta que la comunidad internacional, especialmente las potencias occidentales, no reconozca la agencia política del pueblo palestino en su conjunto—incluyendo a las fuerzas que elige, aunque resulten incómodas—y aborde las injusticias estructurales, sus palabras en la ONU seguirán siendo, simple y llanamente, hipocresía en su forma más pura.


Editorial

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