Por Katiuska Blanco Castiñeira. - Tenía la estampa de un esqueleto imbatible, asediado por los vientos y la furia de las olas. Sugería camarotes oxidados, bodegas inundadas, nostalgia de marinos, rutas perdidas, cargas llevadas y traídas, olvidadas de una sola vez por un golpe de infortunio iluminado, ardoroso. La proa había encallado en los arrecifes y era la popa la que daba el pecho a las voluptuosidades serenas y bravías del mar. Durante años estuvo allí, pero cada temporada transcurrida de verano en verano, se llevaba una parte de su estructura. Fue deshaciéndose a la salida misma del túnel de La Habana, pero quedó por siempre en la fotografía recurrente de nuestra memoria como el buque calcinado que se resistía a desaparecer en el lienzo entrañable de la mirada al borde marino de la ciudad de nuestra infancia.
Como casas flotantes en el recuerdo, densamente vapuleadas por las olas y brisas marítimas, recordé esa y otras historias de barcos mientras leía la noticia del hallazgo del Beagle, el bergantín que llevó al naturalista británico Charles Darwin en su viaje alrededor del mundo (1831-1836), una aventura científica de observación detallada que le permitió apuntar las variaciones locales en animales y plantas, y desarrollar posteriormente su teoría sobre la selección natural, publicada como Sobre el origen de las especies en 1859. Fue reciente su descubrimiento, el Beagle permanecía sepultado bajo cuatro metros de fango, dentro de un dique en el banco norte del río Roach, condado de Essex, sureste de Inglaterra.
El Beagle había sido construido en 1820 en los astilleros reales de Woolwich en el río Támesis y su destino fue la Armada durante cinco años, tras los cuales fue reacondicionado como navío de investigaciones hidrográficas en los distantes mares de la América del Sur, entre 1825 y 1830. Sin embargo, su rumbo se perdió en el olvido durante más de cien años y fue el profesor Robert Prescott, de la Universidad escocesa de St. Andrews, quien retomó con sus pesquisas y revelaciones, el derrotero de la embarcación en el servicio de aduanas primero y luego, en persecuciones de contrabandistas a lo largo de las costas de Essex. Permaneció anclado largo tiempo en el curso del Roach y fue casa cálida y singular de familias de aduaneros, tanto que un mapa militar de la época lo mostraba como punto fijo en el río, como si se tratara de un árbol con raíces en las aguas. Luego fue vendido a un tratante de chatarra en el remoto 1872, cuando se perdía el curso de su vida como un misterio, hasta que la pasión indagadora de Prescott lo imaginó despojado de su cubierta y arboladura, pero latente en su casco, quizás guardando alguna huella o vestigio de aquel viaje histórico de Darwin, el hombre de quien José Martí dijo que su frente era la ladera de una montaña.
Y con la historia del Beagle recordaba la crónica del periodista Guillermo Cabrera Álvarez: “Los pulmones agrietados de Nikolis M”, una fantasía escrita con la misma pasión con que un fonógrafo reproduce la voz del tenor Caruso. Hablaba sobre un viejo barco griego que había encontrado su final en el puerto de Isabela de Sagua y desde allí, con su dignidad de embarcación al borde de la muerte, seguía añorando el rumor de las profundidades de todos los océanos que en sus navegaciones había conocido.
La Habana siempre fue como un buque inmenso de arboladura pintoresca y duradera, poblado en desmesura, de hábitos vocingleros y vegetación trepadora, con el maderamen oliente a mezcla difusa de alquitrán, monte, aleteo, resina y un palo mayor de iluminaciones frecuentes en el faro erguido sobre el promontorio áspero y rocoso del Morro, a las puertas mismas de la Bahía. Desde sus comienzos, la ciudad guardó sus presencias navieras con esmero. Persistieron en la memoria de la urbe en la encrucijada de los vientos, rutas y corrientes marítimas, los navíos de Línea de Los Borbones, de la Real Armada Española, fabricados en los astilleros habaneros: el robusto y fiero Real Fénix, que navegó por primera vez en 1749; el Bahama, llamado también San Cristóbal, botado a la mar en 1784, con aire francés, por el ingeniero Gautier y su sistema que para ganar en velocidad varió la proporción entre la eslora y la manga consiguiendo así, que los barcos escoraran con facilidad; el Real Carlos cuyo infortunio se debió a la fatal confusión que existió entre dos buques de la misma Armada, el propio Real Carlos y el San Hermenegildo. Durante una noche, cuando ambos barcos navegaban en formación paralela, se introdujo entre ellos una fragata inglesa y les disparó una andanada de obuses, para luego darse a la fuga. Los navíos, creyeron que eran atacados por los ingleses y se cañonearon mutuamente hasta la clareada, cuando se percataron de su equívoco, pero ya no podían salvarse del naufragio.
El navío Nuestra Señora de la Santísima Trinidad, el más famoso y formidable de los construidos en los astilleros del Arsenal de La Habana, botado al mar en mes de ventiscas, octubre del año de 1769, era un buque bosque por la hidalguía de los troncos empleados en su arboladura: caobas, júcaros y caguairán. Los maderos habían sido trasladados hacia su destino habanero sin que alguien adelantara que su reciedumbre enfrentaría tantas batallas sobre las aguas. Los ingleses temían atacar al Escorial de los Mares, el único barco de cuatro puentes en su época y solo lo hicieron desde la aunada embestida de tres naves.
Impresionaban las medidas del Trinidad, sobre todo, la artillería de la que disponían sus baterías tras la última reforma de 1803: 136 piezas incrementadas a 140 poco antes de la Batalla de Trafalgar, con el embarque de 4 obuses de a 4 libras, 32 de a 36 libras, 34 de a 24, 36 de a 12, 12 de a 9, 16 obuses de a 24, 4 de a 4 y 6 esmeriles, con lo que se convirtió en el más grande y artillado de su tiempo.
Del cataclismo naval el 21 de octubre de 1805 resultó herido y prisionero. El buque ejemplar fue capturado por los ingleses tras una quijotesca lucha, cuando ya estaba en muy malas condiciones, todos los empeños británicos por salvarlo se frustraron. En un último esfuerzo, intentaron remolcarlo al puerto inglés de Gibraltar, pero se fue a pique irremisiblemente como símbolo del final del poderío español en los mares.
Casi cien años después, las explosiones del Maine y La Coubre, en años distintos, estremecieron las paredes y la vida de La Habana: uno, por accidente —pretexto para la intervención en la guerra hispano-cubana de los insaciables Estados Unidos— y otro, por intención siniestra contra lo cubano desde esa misma nación soberbia y rapaz. Ambos barcos fueron sobre las aguas fuego y muerte. Sus tripulantes, escotillas, vigas, lámparas y banderines arribaron deshechos a los rompientes de la costa, flotando como pruebas insepultas del desastre.
Otra embarcación de historia insólita y temeraria ancló en una plaza de la ciudad como resonancia. Cuando puso rumbo a tierra, el yate Granma lo hizo con la solemnidad de los sobrevivientes de un suceso legendario. Aún viejos marineros no se explican cómo pudo concluir la travesía con la cuaderna maestra rota durante la tempestad, que es lo mismo que si un hombre nadara mil millas con la columna vertebral quebrada en diez pedazos. En su bitácora se anotaron borrascas como golpetazos de roble en las aguas del Golfo de México durante el invierno rudo de diciembre de 1956 con el viento encrespado y la sobrecarga de hombres y sueños. Entonces fue toda la esperanza del archipiélago su brújula guiada por la historia. Tras el desembarco por Los Cayuelos, una región inhóspita del sur de Oriente, mientras se alejaban las voces húmedas de los ochenta y dos hombres al adentrarse en la maraña de raíces, troncos, lodo, muerte y vida como destinos probables de la guerrilla, los pájaros sobrevolaron su soledad.
Sobrevinieron después el bombardeo, el vacío, el silencio y una eternidad de desdenes hasta que súbitamente, su estructura fue remolcada hacia la capitanía del puerto en la capital estremecida y azul del 8 de enero de 1959, cuando el jefe de la expedición desde Tuxpan, volvió a saltar sobre su cubierta y mirar lejos desde la proa para vislumbrar infinitos amaneceres.
Y el barco, otra vez a la mar, por la desembocadura del Almendares hasta las tibias y tranquilas aguas donde permaneció hasta la travesía final, para echar amarras en el tiempo, afrontar tempestades, atracar en los espigones de la memoria y anclar entrañable en el alma habanera, sobre el oleaje siempre. (Crónica originalmente publicada en el diario Juventud Rebelde, 2004).
Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.
De Cubaperiodistas
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