Por Katiuska Blanco. - Una columna —me dicen, y pienso en la cadencia de las sílabas que alarga la expresión como una puerta abierta: columnaaaaaaa….., como una ventana al paisaje marítimo o al esplendor de un volcán o una cordillera.
Pero no —me advierten—, no es el contrafuerte de palacios, casonas, iglesias o rascacielos. Tampoco se trata de la que alza el torso y nos levanta la mirada, vertebrando la postura erguida que somos casi ancestralmente.
El pensamiento paladea la palabra que se espiga en la imaginación, se alza en volutas de humo delicadamente tenues, inasibles, o tal vez en llamaradas crepitantes y furiosas que un fuego cualquiera aviva desde una casa o un corazón.
Pienso en la posibilidad de una columna de libros amontonados al borde de una mesa, de una estantería repleta, creciéndose desde el suelo, acomodándose en las butacas, ofreciéndose desde la mesa, una profusión que recuerda la angostura de los espacios o las horas de que se deberá disponer para degustarlos, refugiarse en ellos, alcanzarlos en su plenitud.
Vislumbro después una fuerza, unos hombres en el ascenso, una montaña que no puede separarse de esa imagen guerrillera que el vocablo suscita. En la Comandancia de la Sierra Maestra es la Número Uno José Martí, árbol germinal que da lugar a otras, temerarias y caminantes. Un árbol es una columna, no hay una mejor que un tronco de Carolina, horcón fuerte reverdecido y palpitante abajo, donde le nacen raíces nuevas a pesar de las techumbres y las sombras que descansan en sí.
El flash back se detiene en la fotografía de leyenda, un cielo despejado y las muchedumbres exaltadas aquel 8 de enero diluviano en intensidades y desbordamientos por las calles de una ciudad maravillada. De súbito, se alzan en la memoria las columnas recurrentes de La Habana, las columnas de Carpentier, que otea ese prodigio “que es emporio de columnas, selva de columnas, columnata infinita”.
Pero no es ninguna de estas la columna que me sugiere el gentil arquitecto Livingston —sus sueños han levantado muchas en los barrios de la Isla—, o aquella de que me habla Polanco con sus lentes parsimoniosos, y una expresión de entusiasmo y refreno, pues conoce bien que una columna de palabras, un espacio de papel —además de oportunidad excepcional y hermosa—, lleva también al riesgo, a la aventura, a la angustia de la página en blanco, a la zozobra del cierre, al irrevocable compromiso de no abdicar de unas páginas que aún están frescas, demasiado imperfectas para publicarlas sin tiempo para pulir cada línea.
Pongo reparos y Guillermo, el genio, persevera, me alienta a escribir una columna que tenga por capitel revivir anécdotas de la historia, de mitos, personalidades y gente común, de las artes y oficios, de la vida. Y quedo prendida de la idea hasta la madrugada que termina en desvelo, pensando las imágenes que poblarán las cuartillas, revisando notas, apuntando pasajes entrañables de un volumen guardado con devoción, adelantando temas o evocando la memoria de alguien a quien recuerdo, enamorada al fin del sueño, viéndolo como columna, horcón a punto de hacerse de papel o como mástil que surca el viento.
(Crónica originalmente publicada en el diario Juventud Rebelde, 2004).
Tomado de Cubaperiodistas
Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.
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